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  • Última actualización 2024-04-29 15:33:31
Crónicas, cuentos y novelas

Araucanía

Por Jorge Nel Navea Hidalgo. La ciudad – pueblo de Arauca y sus caseríos amigos del agua, viven la soledad a las orillas de la vida y del río tutelar, desde tiempos inmemoriales.

Los primigenios pobladores de este territorio sin nombre, sin fin, sin transgresiones de la civilización, sin dictámenes distintos a los mandamientos de los enigmáticos dioses de su cosmogonía, profesaban ciencias y rituales, en concierto con su entorno y sus criaturas. Poseían un código analfabético y apócrifo que guiaba sus conductas tribales y sus relaciones mágicas con el paisaje y con sus habitantes, misteriosos compañeros.

El trueno, el relámpago, la lluvia, la floración de los gigantescos cañafístolos, el resplandor de la lunas llenas de blancura y sortilegio, la luz del sol y las estrellas, inspiraban en el espíritu de esos buenos salvajes, conductas de armonía social, prosaicas y empíricas y los esclavizaban al designio de las divinidades que, una vez creados, los dejaron extraviados en estos parajes exuberantes de vegetación, fieras y asombros.

Alucinados por la magnificencia de El Dorado, los expedicionarios germanos se nutrieron de ilusiones y sueños de conquista ante mesas pletóricas de viandas y vinos en Coro, profanaron la soledad y los silencios milenarios de este genésico lugar, y estamparon su huella en los barriales, en el polvo, y en la sangre ferina de una y otra indígena con el corazón alebrestado y miedoso.

Después de muchos veranos y muchos inviernos, los reseros venezolanos de Barinas, anhelantes de otro cielo y otro suelo para vivir y morir, vinieron arreando sus puntas de ganado a establecerse en este rincón de sabana que les prodigaba ilusiones y saciaba la sed de los veranos en el río de los araukas y en sus caños afluentes.

El azar atrajo después a los inmigrantes europeos y asiáticos que cruzaron los mares procelosos en barcos que enfilaban sus proas hacia Venezuela, para redespachar sus tripulantes y sus mercaderías a través del Orinoco para llegar a Arauca: un lugar perdido del planeta, que dormitaba en su bucolismo rutinario. Los musiùes sembraron la simiente de su raza y del comercio araucano, y fueron paulatinamente imbricándose con la escasa e incipiente sociedad urbana del pequeño caserío.

Posteriormente, la ciudad comenzó a albergar a los transeúntes nostálgicos, muchos de ellos purgando castigos y ostracismos, que se dejaron tentar por la placidez e la vida pastoril, o que fueron subyugados por el embrujo del agua azul de la laguna “ madre Vieja, que condenaba a los foráneos bebedores sedientos, a quedarse aquí para siempre.

El pueblo, la Villa de Santa Bárbara de Arauca, tuvo su embrión en las riberas del caño, y se gestó longitudinalmente al borde de dos calles que iban a morir melancólicamente al río ocre y silente.

La calle real y la calle aledaña, fueron angostos senderos de tierra donde se erguían escasas construcciones de bahareque y palma, adornadas con grandes puertas y ventanas abiertas al viento, a la amistad y a las músicas recién nacidas. Creo, que los primeros araucanos concibieron sus viviendas y los caminos prosaicos que las unían, sin ínfulas ni prospecciones, sino por el contrario, las construyeron sencillas y próximas para facilitar la amistad, el diálogo, el cortejo amoroso, el intercambio de la “olla vecinal “ y los manjares, el comentario inocente, el mensaje familiar.

Eran puertas y ventanas tan cercanas, que parecían hechas para el abrazo, la ternura, el amor y la piedad. Más tarde, llegaron expediciones de colonizadores, comerciantes, hombres y mujeres, muchos de ellos con sus vidas, sus cartas y sus dados marcados que se sumaron al proceso social que se cocinaba en nuestra comarca balbuciente.

Un día, no muy lejano, en unos aviones de enormes vientres capaces de albergar taladros, vehículos y otras extrañas herramientas de la parafernalia petrolera, vinieron unos gringos armados de computadores, que señalaban en sus pantallas unas manchas amatistas sobre el caño Agua Limón, refugio inédito de garceros policromos, de gigantescas ceibas, y de palometas y coporos plateados.

El mundo supo del descubrimiento de Caño Limón, y tras los aviones gigantescos, las tracto mulas y los helicópteros ruidosos, alucinadas por la noticia del fabuloso hallazgo, llegaron las hordas migratorias, en busca de una quimera. Fue en vano que Fukujama anunciara el fin de la historia, que Eduardo Mantilla suplicara que nos dejaran solos con los alcaravanes, que Jorge Navea vulnerara los miedos y silencios para proclamar que era preferible “que nos quitaran los ojos, pero nos dejaran la libertad”.

Se cumplió la ley inexorable de los aluviones sociales y el mundo afectivo, cognitivo, emotivo y de deseos de esta sociedad sufrió toda suerte de alteraciones y fusiones, y el surgimiento de formas de expresión y lugares sociales, que forjaron el neoaraucano que hoy busca tientas su afirmación en la vida.

Han perecido los paradigmas. Somos la obra de oleadas generacionales. Nos debatimos entre las paradojas de la tradición, la modernidad y la postmodernidad. Pareciera que somos incapaces de salvarnos de las crisis de valores y de la fatiga del mundo. Crece el desencanto por las utopías.

Nos ahoga el nuevo universo de la mediática, de la vida artificial, de la realidad virtual, de las imágenes y los hipertextos computarizados, de las metáforas electrónicas. Hay sustituciones dolorosas e imprevistas que irremediablemente reinan en el espíritu de este tiempo. Para erguir la valía de la estirpe araucana ha que entronizar sobre las cenizas de algunas caducidades, valores y orgullos colectivos para poder descifrar los enigmas del momento, y dotados de alas, construir el porvenir.

Hay que gastar la poca vida que nos queda en ser mejores hijos de este mundo, símil del infierno.

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