• Colombia
  • Última actualización 2024-04-24 11:17:46

La mulata Paulina Santos - Fragmento 2 del primer capítulo

Por: Favián Estrada Vergel.
Facebook.com/FavianEstradaVergel
@FAVIANESTRADA

El médico había pronosticado un par de horas de vida. Al ver que vivía más de la cuenta, viajamos a Europa adonde uno y otro galeno especializado.

Uno de tantos, con disfrazada parquedad, propuso la práctica de su muerte digna y, otro, más conservador, el de la resignación divina, mientras decía: aparte de que la eutanasia no es otra cosa que eliminar a quien sufre, sería usted una asesina (algo incomprensible porque aquí, sin ambages, quien más sufría era yo). Estaba abatida. Con parte importante de la fortuna consumida en tratamientos vanos regresé con mi hombre. Lo saqué al balcón para que sintiera el cobijo del sol sobre la frente, los hombros y el regazo. Le suministré día a día el agua, los alimentos y le hice cataplasmas inútiles y ejercicios terapéuticos en una carrera de francas desesperanzas. No obstante, pronto comprendí que mi presencia, más que alentarlo, lo entristecía o contrariaba. Entonces decidí alejarme poco a poco, dejando a cargo de la servidumbre sus atenciones fundamentales, mientras él tuvo la voluntad de recibirlas y ellos, el aguante de proporcionarlas. Volví cuando nadie más lo soportó. Lo acariciaba, le inventaba mejorías y le imponía los preparados con tretas infantiles, en tanto él abría los ojos y se quedaba mirándome con el estilo que se le había vuelto habitual, parecido al de un orate enfadado (con una minusválida luz de pesadumbre, en ese estado semicomatoso al que nadie ha de acostumbrarse) y yo le respondía con otra más o menos dulce e insidiosa. Debido a su resistencia a las comidas, lo vi marchitarse igual que si fuera una rama caída, yo se las embutía a la brava y él las devolvía sin dramatismo. Un día lo encontré sin vida, viendo la nada hacia el techo, convertido en un Judas de trapo.

Me vestí de luto cerrado durante cinco años.

YasarSi bien es cierto que por dicha Yasar fue en mi vida una luz, se había convertido al morir en un viento funesto, un fantasma egoísta dispuesto a aniquilarme. Durante los primeros años de soledad sufrí su asedio cruel. Lo mantenía aferrado a mis sueños tormentosos empujándome hacia la oscuridad: quería llevarme, y yo ante su inexplicable cerco, cada día perdía las ganas de no morir. Me buscó por los estrechos de la memoria hablando en una lengua algebraica semejante a una jerigonza, hacía una varia invención de gestos y lanzaba una suma de discursos o peroratas de reclamaciones lunáticas. 

Me empezaron a considerar una loca depresiva perfecta y, a más de esto o aquello, peligrosa (para mí misma, por supuesto). Las criadas, en todo atentas y prestas a proteger mi vida, me encontraban extraviada de juicio, lanzada al abandono, gimoteando y durmiendo arrinconada en posiciones infantiles o sentada en el patio sobre el adoquinado bajo la luz de la luna o en el mecedor del balcón abrazada a mis piernas vaiviniéndome mirando el firmamento y escuchando el frágil barullo de las estrellas entre el alboroto espeso de los canes, meditando, tal vez, sobre las incertidumbres de mis pretensiones. Me pregunté a mí misma si estaría loca y respondí que no, asunto que equiparé a un primer síntoma de desvarío.

Compartir esta publicación