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  • Última actualización 2024-04-12 10:18:50

La realidad de La Ilusión

La familia ideal: En las casas de los Tamojó, el humo sube al cielo como una ilusión. De las vigas de sus casas cuelgan numerosos canastos hechos con hojas de palma, canastos de mucha utilidad en el transporte de alimentos en una sociedad donde todavía no prima la bolsa plástica. En el zarzo de sus casas, se ven mazorcas tiernas y racimos de plátanos verdes, pintones y maduros. El patio lo adornan árboles de naranjo, toronja, mango, guayaba, mandarina, guama, papaya, coco y mamoncillos. También hay matas de banano, y muy pegado a las casas siembran el tabaco, que secan a la sombra, y una vez seco y envuelto en hojas de plátano, se convierte en cigarrillos.

Una casa grande y cinco pequeñas componen este caserío ubicado en la comunidad de La Ilusión. En la casa grande viven los abuelos Felipe Tamojó y su mujer, dos ancianos jitnus de los que todavía no usan mosquitero, ni cobija sino que junto al chinchorro, prenden una hoguera para tener calor y para espantar la plaga. Rodeando la casa grande están las otras casitas, habitadas por los dos hermanos, con sus mujeres y sus hijos. También viven dos hermanas, ambas viudas por causa del conflicto armado; una con cuatro hijos y la otra con cinco, muy pequeños todavía. Por caminitos que se meten en el monte se llega a los conucos llenos de maíz retoñado; y mientras crece y se cosecha el maíz (noventa días), siembran rizomas de plátano y sarmientos de yuca, plantas que se demoran entre ocho meses y un año en producir.

Los Tamojó es la familia más retirada de la comunidad de La Ilusión, del resguardo y de todas las comunidades jitnus. Está por allá, en la mamá del por allá, y sin embargo muestran un bonito y pertinente modelo de cómo puede llegar a ser la vida ideal de una familia jitnu, porque todavía viven en casas frescas, que no rompen el paisaje ni esterilizan el suelo, y porque a través de su trabajo y su esfuerzo, mantienen lleno el zarzo de carbohidratos. Las vitaminas se las suministran los árboles del patio y los frutos silvestres que encuentran en el monte y por la carne responden, el conocimiento de montes y ríos, la pericia de los perros y el acierto de sus flechas.

Tienen necesidades urgentes como el resto de los jitnus, viven ávidos de sal, panela y jabón y en lo crudo del invierno y en lo duro del verano, la troja de los plátanos se aliviana como sucede con el resto de su pueblo, pero no son necesidades que entre ellos llamen a lástima y los Tamojó, están lejos todavía de entrar en servidumbre, haciéndole a los colonos oficios mata burros, como lo hace la mayoría de latinos que viajan a Estados Unidos; oficios que en estas regiones del país no son otros que desyerbar potreros, cortar leña, siembra de pasto y limpieza de chiqueros, ocupaciones que muchos indígenas de su resguardo hacen para recibir en trueque un radio, una herramienta, ropa de segunda, o un pago irrisorio en plata.

Todos los días a las dos de la tarde después de atravesar el caño, caminan trescientos metros por un sendero que cobijan guarataros y arrayanes, para llegar a la cancha de la comunidad y jugar el partido de fútbol que por lo general termina empatado y con un abultado marcador: quince-quince. Rayando las cuatro de la tarde, como camaleones de espalda adolorida, arrancan para los conucos, que no son otra cosa que palmares tumbados hace poco; y en medio de los brotes del maíz, con una caña hueca, le beben la sabia fermentada a las palmeras derribadas. Bandadas de pájaros cantan cuando el atardecer se extiende contra el cielo y la salida del primer lucero recompone el tiempo en dos etapas: la media noche y el amanecer de esta familia que, de semi-nómadas y pre-agrarios dan los primeros pasos como agricultores sedentarios.

Comunidad de La Ilusión: Con toda tranquilidad se puede afirmar que La Ilusión no es el caserío bucólico que se puede imaginar el lector cuando ante sus ojos tiene un tema de indígenas y selva. Está situado en la desembocadura un caño que lleva el mismo nombre y apenas comenzado el verano, corre tan manso que no alcanza a penetrar las aguas de Caño Colorado, del que es afluente sino que se convierte en un estuario de aguas estancadas, donde crece con facilidad la flor de fango, la anaconda y los zancudos. En sus aguas se bañan a un mismo tiempo las personas y los marranos ante la presencia campante de los patos. Antes que llegaran los hombres blancos, viajando por entre la selva llegaron primero los perros y gallinas y en la comunidad de La Ilusión, aparte de patos y marranos, perros y gallinas también hay burros; todos ellos animales domésticos que por no esconderse para hacer sus necesidades mayores, dejan su asquerosidad por todas partes.

Para que un hecho se denomine historia, es necesario que hayan transcurrido cincuenta años, y en La Ilusión, las cosas son tan nuevas que su única historia es la oral, la sitiada y la clandestina, pura patria en desconcierto. La primera casa viajando de sur a norte es la escuela, una construcción de cemento sin terminar a pesar de haberse tragado ya, la plata de dos proyectos, y que más que una escuela para indígenas, parece una alberca con puertas y ventanas. En fila india y en la misma dirección, en una “covacha” con techo de plástico negro, vive el cacique.

Vale la pena aclarar, que los jitnus no compiten entre sí por el que tenga la casa más bonita y mucho menos cuando su dios Nacuane, por su mal comportamiento les dio como herencia la pobreza. Sigue la casa del abuelo que hace las veces de maestro de ceremonia en la toma del vinete, que entre sorbo y sorbo sostiene discursos interesantes sobre la importancia del trabajo. Dentro del área comunal está situada la huerta pequeñita que financió CISP, y que más que huerta, funciona como semillero.

Encontramos allí seis arbolitos de “pan de año” o “árbol de pan” listos para trasplantar. Valioso aporte porque es a través de árboles frutales que se embellece y se beneficia cualquier comunidad que cargue sobre sus hombros el legado de Nacuane; y también, porque el “pan de año”, cuyos frutos parecen guanábanas, es delicioso y mucho más cuando se cocina con cáscara. A la granja de CISP le siguen dos casitas más, entre ellas la del promotor de salud, con una alfombra de suciedad extendida por toda la casa y un colchón viejo en la mitad del patio como una alegoría a su profesión. Al final de la aldea vive la familia del maestro, que tiene a su cargo la canoa, la provisión y la guadaña que usan para mantener la cancha como un altar, en el sagrado mundo del futbol.

A falta de cura o pastor está el cacique, que cumple funciones de curandero, basando sus prescripciones la mayoría de las veces en abstinencias de carnes, vegetales, y abstinencias de sal y dulce. Pero si de algo hay que hacer mención en la Ilusión y de todas las comunidades jitnus son sus mujeres, que además de parir jitnus y mestizos y de insistir de manera pertinaz de comunicarse con los blancos en jitnu, como futbolistas son excelentes: driblan, melean, paran el balón con el pecho, patean de media vuelta, hacen pases, túneles y paredes; y una vez terminado el partido, con los trapos sudados color de hojarasca, caminan hasta tres horas para regresar a sus casas, llevando la sensualidad en los senos y en todo su cuerpo la fuerza secreta de las morenas.

La crónica es el espejo de la realidad y vemos en él, que buscando la herencia civilizatoria de la humanidad, los jitnus se metieron en el camino de la “transfiguración étnica”(Ribeiro), pero todavía les falta un estirado trecho para emparejar a las otras tribus del departamento, a sus vecinos los colonos y a todos nosotros, los mestizos que componemos el país. Son semi-vírgenes, están ligeramente embarazados de aculturación, casi no se les nota; y es ese principio de preñez, el que los hace únicos.

Sería imperdonable cerrar esta nota sobre la Ilusión sin mencionar a sus niños y del bonito regalo que sería para ellos, trasladar la comunidad dos o tres kilómetros más adelante, y ubicarla en las riberas de Caño Colorado, porque en estos ambientes el río es el parque natural que les permite entre otras cosas, practicar canotaje, natación, pesca, y aseo diario. Y junto al río, parar una escuelita sencilla que se parezca ellos, donde se le enseñe a los niños con sentido de maestros y llevando el conocimiento a sus hogares, les metan en la cabeza a los adultos la lectura, que tanto lo necesitan.

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